Daniela Quintana Quintana

Secretaria Académica Facultad de Arquitectura, Construcción y Medio Ambiente

Universidad Autónoma de Chile, Sede Temuco

La contaminación del aire en Chile ya no es invisible: es una emergencia silenciosa que causa miles de muertes y hospitalizaciones cada año. El material particulado fino (MP2,5) es el más dañino, ya que penetra en los pulmones y la sangre, afectando especialmente a niños, adultos mayores y enfermos crónicos. Aunque es un problema global, en Chile tiene un rostro local: su principal origen está en los hogares, en la estufa a leña y en la necesidad de calefacción.

El sur del país enfrenta una paradoja. Las comunas con los inviernos más duros son también las más pobres energéticamente. La leña húmeda sigue siendo la única opción viable para miles de familias, pero también es la que más contamina. Según el Informe Mundial de Calidad del Aire 2024 de IQAir, seis comunas chilenas —Coyhaique, Osorno, Nacimiento, Pitrufquén, Victoria y Padre Las Casas— están entre las más contaminadas de América Latina. En todas ellas, la quema de leña es la principal fuente de MP2,5.

Temuco y Padre Las Casas fueron declaradas zonas saturadas por MP10 en 2005 y por MP2,5 en 2013. En 2015 se implementó el Plan de Descontaminación Atmosférica (PDA), con medidas como el recambio de calefactores, regulación de la leña, aislamiento térmico y exigencias constructivas. Sin embargo, tras una década, las concentraciones de MP2,5 siguen superando los límites recomendados por la OMS, y las alertas ambientales se han normalizado como parte del invierno. ¿Por qué, pese a los esfuerzos, el aire sigue siendo tóxico?

El problema radica en que seguimos atacando los síntomas, no las causas. La pobreza energética, la desigualdad territorial y la informalidad del mercado de la leña mantienen a miles de hogares atados a un sistema que los enferma. Las políticas han sido fragmentadas, centradas en restricciones más que en soluciones estructurales. Aunque el PDA marcó un avance, no ha logrado transformar el modelo: la leña sigue siendo el combustible dominante en zonas saturadas, y la transición energética justa no ha llegado a los barrios que más la necesitan.

Un estudio publicado en Sustainability demostró que reemplazar la leña por sistemas fotovoltaicos con almacenamiento no solo es viable, sino rentable si se consideran los ahorros en salud pública y la reducción de externalidades como los accidentes de tránsito por smog. Contaminar menos no solo salva vidas, sino que también reduce costos para el Estado, mejora la productividad y eleva la calidad de vida. Pero esta transición requiere más que programas piloto: exige una política energética y habitacional integrada, con financiamiento robusto y metas ambiciosas.

Respirar aire limpio no puede ser un privilegio. Es un derecho básico que el Estado debe garantizar. No se trata de endurecer restricciones para los más vulnerables, sino de asegurar acceso a tecnologías limpias, subsidios justos y una planificación urbana que no solo resista el invierno, sino que dignifique la vida. En el sur, donde la calefacción a leña sigue siendo la única alternativa, la justicia ambiental debe traducirse en políticas concretas. Porque mientras sigamos postergando esta conversación, seguirán muriendo personas simplemente por tratar de no pasar frío.

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