Por Angélica Bastías Paredes,
psicóloga CAPSI UNAB.
Cada 31 de octubre las calles se llenan de risas, sustos y máscaras. Niños/as y adultos se disfrazan y, por unas horas, el miedo deja de ser amenaza para transformarse en juego. Detrás de lo festivo y comercial, Halloween parece ofrecer algo esencialmente humano: la posibilidad de habitar, de manera lúdica, aquello que nos atemoriza de los otros y de nosotros mismos.
Vivimos en una época que exalta la belleza, la productividad y la exposición permanente de nuestras virtudes. Nos mostramos como queremos ser vistos: exitosos, felices, enteros. En ese contexto, el disfraz irrumpe como una oportunidad para mostrar lo que usualmente escondemos. Detrás de una máscara no buscamos aprobación; nos permitimos lo opuesto: dar lugar a lo feo, a lo herido, a lo “monstruoso” que vive en cada uno de nosotros.
Estudios psicológicos han observado que tanto niños/as como adultos modifican su conducta cuando se disfrazan. El anonimato libera y el sujeto se permite actuar desde otros lugares. Desde el psicoanálisis podríamos decir que el disfraz le permite cierto respiro a nuestro Ideal del yo, habilitando, por ejemplo, el despliegue de deseos o impulsos que la vida cotidiana mantiene bajo control. Pero más allá de una posible desinhibición, hay aquí un fenómeno simbólico: el disfraz no solo tapa, también revela.
En el niño/a, disfrazarse puede ser una forma de lidiar con sus temores a través del juego. Jugar al fantasma o al monstruo permite poner afuera lo temido, elaborarlo desde el cuerpo y la creatividad. En el adulto, la elección del disfraz puede expresar identificaciones, heridas o deseos silenciados. En ambos casos, el juego ofrece una vía de tramitación, una escena simbólica donde lo reprimido encuentra palabra o gesto.
En un tiempo donde el miedo se usa muchas veces para dividir —el miedo al otro y a su diferencia, a la vulnerabilidad—, Halloween nos recuerda que también se puede jugar con él. Y en ese juego aparece algo del lazo social: las calles se recorren, los vecinos se organizan, los desconocidos se abren la puerta. Lo que habitualmente nos separa se transforma, por una noche, en motivo de encuentro.
Quizás nuestros monstruos actuales no tengan colmillos ni capas, sino rostros más cotidianos: la soledad, el vacío, la exigencia de ser felices todo el tiempo. Tal vez por eso esta celebración fascina tanto: porque permite que nuestras cicatrices, dolores y fealdades encuentren un lugar de inscripción en lo social, bajo el resguardo del juego.
Como Max, el protagonista de la película Donde viven los monstruos (2009), que logra reconciliarse con su rabia al encontrarse con sus propios demonios, quizás también nosotros necesitemos, al menos una noche al año, habitar nuestros monstruos y poder volver a casa.
